¡Hola, Arqueros y Curiosos!
Hoy, con la invernía que parece negarse a dar paso a la primavera,
con esos colores plomizos de azul ultramar y violetas, no he podido evitar una
“morriña” lenta y placentera que me ha trasladado a las sierras, no madrileñas,
sino gallegas, de hace unos cuarenta años -¡que mira si ha llovido!-. Mi
Galicia, es una tierra de Meigas y Magia donde las haya, aunque creo que
coincide con todas las tierras donde se extienden las brumas durante meses, y
donde los rayos de sol apenas consiguen salir un par de horas al día, si
tenemos suerte.
No os voy a hablar de Galicia, ni de Meigas, pero sí de la Magia que
siempre ha rodeado a las plantas.
La estrecha relación que existía entre la magia (como algo
inexplicable) y la medicina, ha creado miles de mitos entorno a las plantas
desde tiempos remotos, y siempre resulta curioso leer antiguos remedios de
herboristas como Dioscórides, Gerard o Culpeper. Si pudiéramos trasladarnos al
siglo VII antes de Cristo, a la biblioteca de Asurbanipal, encontraríamos las
tablillas en las que sus médicos tenían registradas las propiedades de 250
plantas, entre las que estaban, por ejemplo, la amapola, la belladona, el ajo,
la cebolla, el cáñamo y el azafrán.
Tanto egipcios, como griegos y romanos, veían de forma sacra las plantas
y las hierbas, y las utilizaban para rituales y culto; también existía todo un
sistema simbólico entorno a ellas y las utilizaban como lenguaje secreto,
intercambiándose guirnaldas o ramilletes; esta tradición transmitida por
siglos, llegó a hacerse tremendamente famosa en la corte medieval francesa,
llegando a ser el lenguaje de amantes, poetas y místicos.
Podría seguir contándoos la evolución en los estudios medicinales de
las plantas, desde Aristóteles a Hipócrates, o desde Dioscórides a Nicholas
Culpeper, pero eso, si queréis, puedo intentar contároslo en otro momento.
Lo que realmente me ha movido a escribir, ha sido la “morriña” y el
recuerdo de mi abuela, con su respeto y grandes conocimientos de mil “hierbas”
que cultivaba, mimaba, recolectaba y etiquetaba meticulosamente, y con las
que preparaba remedios sin fin. A esta “Magia”
era a la que me refería cuando he iniciado el post. Nuestras sabias abuelas,
mujeres espectaculares donde las haya, tenían, sobre todo si vivían en el
campo, algo innato que las hacía grandes conocedoras de las plantas. He de
reconocer que poder pasar largas temporadas en un vergel como el que mis
abuelos crearon, marca de algún modo mi forma de ver y sentir la naturaleza, y
quizá también se moldeó la percepción de lo mágico o ese embelesamiento que a
todos los que nos gusta la naturaleza y las plantas sentimos simplemente al
contemplarlas. Mi abuela ponía mucho cuidado en la forma de tratar las plantas,
les contaba lo que iba a hacer con ellas, las seleccionaba y las cortaba con
una diminuta hoz o con una tijeras, exclusivas para sus “hierbas”; había
plantas que era indispensable recolectar en un determinado momento (los
calendarios lunares se los sabía de memoria), sembrarlas en una determinada
luna, hacer esquejes, incluso recoger algunos frutos, era una pura magia de
rituales y movimientos precisos, como si estuviese en un laboratorio y todo
estuviese medido y calculado de antemano; pero creo que era básicamente
entrega, ensimismamiento y amor, lo que
movía sus manos. Cuando recogía “hierbas”, eran momentos especiales para ella,
y lo hacía con la máxima concentración; cuando necesitaba alguna planta
silvestre que no era posible cultivar, como el árnica o los arándanos, era
capaz de recorrer kilómetros para recolectarlas –hoy en día, esto sería imposible;
tenemos a favor que son mucho más fáciles de conseguir; eso sí, aunque las
propiedades sean las mismas, el sabor de los arándanos no tiene nada que ver -.
En la huerta-jardín que tenían mis abuelos, realmente había de todo,
desde colmenas para las abejas, hasta un gran sapo que vivía en el estanque; un
pequeño topo al que mi abuelo dejaba airear la tierra en el huerto de temporada
y varios pajarillos que parecía tener domesticados, ya que se posaban en su
rodilla cuando se sentaba a la sombra de un gran manzano antiguo que había
injertado con dos tipos de manzana, la sangre de toro y la mingán. Todo era
útil en la huerta y toda la huerta era un jardín: caminos de rosales a cuyos
pies siempre se encontraban ajos y cebollinos; melisa, bergamota y cilantro,
cerca de las colmenas; la menta –de la que estoy pensando en hacer un post en
breve-, estaba apartada del resto de las hierbas, porque es realmente invasiva,
con lo cual, perfumaba la puerta trasera de la casa, bajo la sombra de un
camino emparrado de vides. En la parte más soleada pegada a la casa, había
pasionaria, grandes matas de ruda bajo una higuera, hisopo, azucenas, lirios,
tomillo, orégano, romero, ajedrea, salvia y bueno, no quiero extenderme más
porque sería imposible describirlo para que realmente tuvieseis una imagen de
cómo era.
Lo realmente mágico de todas las “hierbas” es que consiguen despertar
todos nuestros sentidos: olores, texturas, vistosidad, el sonido del viento en
ellas o los distintos zumbidos o gorjeos según a qué animalillos atraigan y,
por si esto no fuera suficiente, no sólo las utilizamos para dar sabor a
nuestra gastronomía sino también para potenciarlos; se usan como repelentes
de insectos y para evitar plagas en la huerta; para eliminar olores o
aromatizar con distintas fragancias nuestras casas; poseen reconocidas
cualidades curativas en infusiones, cocimientos, aceites esenciales… ¡No es
esta suficiente Magia! Yo creo que sí, y ¿vosotros?, ¿habéis sentido la magia
de las “hierbas” alguna vez?
Sol